Hoy se fue Raúl. A las 7 y media de la mañana sonó el teléfono. Esas llamadas telefónicas o son de alguien en el extranjero, o son malas noticias. Y no era del extranjero. Era el hermano de Raúl diciéndole a mi papá que su mejor amigo se había muerto en el transcurso de la noche. A partir de ese momento, caos. Lágrimas. Miradas incrédulas. Pero si estaba bien, si mi papá habló ayer con él, si nos juntaríamos este sábado a almorzar para celebrar los cumpleaños. Si se estaba recuperando satisfactoriamente de sus últimas operaciones. Si era Raúl. Raúl no se podía ir.
Pero se fue.
Nos queríamos tanto. Me decía que yo era su regalona y él era una de mis personas favoritas. Mientras mi papá está destrozado por esta partida, yo aún no me la creo. Como que me hago la idea que está de viaje, que no lo veré en un tiempo. Pero que después volverá. Y me contará sus anécdotas, miles, de una manera en que solo él sabía contarlas. Y me reiré, nos reiremos con él, porque siempre nos reíamos con él. Y nos comeremos una paella.
Raúl me enseñó quienes eran Les Luthiers. A él recurrí en más de una oportunidad cuando tuve algún problema o cuando mi papá lo tuvo. Hasta el chiste más fome contado por él era un éxito. Y cuando hablábamos en serio, resultaba ser el tipo más culto y didáctico del mundo. Cuando iba para la casa, era como un evento. Oye, mañana viene Raúl a comer. Maravilloso. No pocas veces sus idas a comer implicaban también cocinar, entonces llegaba hasta con la olla paellera, su cuchillo, y hasta su delantal (talla XXXXL)
Mi relación con la muerte es más bien lejana. Pero Raúl era de las personas más cercanas que tenía. Tal vez por eso estoy como pasmada. Se me han llenado los ojos de lágrimas unas 50 veces en lo que va de esta mañana, pero aún no lloro. Y solo lamento no haber pasado más tiempo con él.
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